Llevo ya año y medio trabajando con los atletas de la provincia de Guizhou, en pleno corazón de China. Cada día es un descubrimiento. Ya he contado en otros artículos algunas de las diferencias culturales y deportivas que me he ido encontrando, pero hay una experiencia que me ha marcado especialmente: entrenar siempre a través de un traductor.
Yo no hablo chino. Y seamos honestos: aunque quisiera, necesitaría varias vidas para dominarlo medianamente. Así que desde el primer día he dependido de Bart, mi traductor. Él pone voz a lo que quiero transmitir a los deportistas. Eso, que al principio me parecía un obstáculo enorme, se ha convertido en una especie de laboratorio sobre cómo se comunica de verdad un entrenador.
Al principio fue duro. Bart no sabía absolutamente nada de slalom, así que traducía palabra por palabra sin entender el fondo. Yo me sentía desnudo. Un entrenador se apoya en las metáforas, en las pausas dramáticas, en la forma de remarcar unas ideas más que otras. Todo eso desaparecía. Me quedaba solo con frases desnudas, sin color ni matices.
Con el tiempo, descubrí otra cosa: la importancia de la inmediatez. El mensaje de un entrenador no es solo la información que da, también es el momento exacto en el que la da. Esa chispa, esa oportunidad, es la que hace que a veces un comentario cale más que cien charlas. Pero cuando hay un intermediario, esa ventana se escapa. Lo dices, esperas, él traduce… y el momento ya pasó.
También entendí que el traductor no es solo un puente, es casi tu alma. Bart es un tipo alegre, cercano, risueño. Y los atletas me ven a través de él. La imagen que tienen de mí no es solo la mía, también es la suya. He tenido suerte, porque su estilo encaja con lo que quiero transmitir. Pero muchas veces me pregunto: ¿qué habría pasado si mi traductor hubiera sido frío, seco, autoritario? ¿Cómo me habrían recibido los deportistas?
Y luego está lo que no se traduce: el cuerpo. Cada vez que alguien hace una bajada brillante —o desastrosa—, las miradas van hacia mí. Ahí no hay intermediarios. He aprendido a ser más consciente de mis gestos, de mi postura, de mis expresiones. Porque no hay forma de corregir lo que mi cuerpo ya dijo en silencio.
Al final, esta experiencia me ha recordado algo simple pero profundo: la comunicación de un entrenador va mucho más allá de las palabras. Es oportunidad, coherencia y presencia. Y, sobre todo, es una manera de ser.


