Años después de la Guerra Civil, mis abuelos abrieron un bar junto al Santuario de Guadalupe, en Hondarribia. Era el segundo negocio que regentaban; el otro estaba en Irun, a apenas cinco kilómetros del santuario.
Aquel bar se llenaba de fieles sedientos tras la misa dominical y de pastores que, en su rutina diaria, guiaban su ganado por los prados cercanos. Pero había una época especial en el año: durante los nueve días previos a las fiestas patronales en honor a la Virgen de Guadalupe, el rosquillero llegaba con su mercancía. Sus clientes eran los mismos feligreses que luego se detenían en el bar de mis abuelos para tomar un vino dulce, el famoso ardo goxo en euskera.
Mi padre me contaba que aquel rosquillero era conocido no solo por sus rosquillas, sino también por su vida austera, rozando la indigencia. Eso sí, nadie podía competir con él en precio: sus rosquillas eran las más baratas de la zona.
Un día, cuando era joven, mi padre se atrevió a preguntarle cómo conseguía venderlas tan baratas. La respuesta fue reveladora:
—Joven, aquí no hay secreto: pierdo una peseta por cada paquete de rosquillas.
—Pero entonces… ¡está perdiendo dinero! —respondió mi padre, sorprendido.
El rosquillero, con una sonrisa, le contestó:
—¡No, porque vendo muchas!
Entrenador, esta lección es para ti.
Asegúrate de que el valor neto de cada una de tus sesiones de entrenamiento sea positivo. De lo contrario, te convertirás en el rosquillero del Canoe Slalom: cuantos más entrenamientos deficitarios acumules, peor será para tus deportistas.
Mantén tus conceptos actualizados. Que tus metodologías combinen ciencia y experiencia. No confundas volumen con valor. Porque si cada sesión cuesta más de lo que aporta, vender muchas no hará que la cuenta salga a favor, sino todo lo contrario.