Hoy, en la orilla del Parc del Segre —escenario de la primera Copa del Mundo de este 2025—, conversaba sobre entrenamiento y adolescencia con un veterano piragüista y entrenador. De ese intercambio me quedó resonando una pregunta sencilla pero poderosa:
¿Cuándo es suficiente?
Y ha hecho más eco aún porque hace algunas pinceladas hablábamos, recordando a nuestros filósofos existencialistas, sobre el vacío que se genera entre lo que queremos ser y lo que nos separa de ello. Esa distancia, muchas veces infranqueable, es el origen de una angustia silenciosa pero constante: la de tomar conciencia de cuánto nos queda por recorrer. No hablamos simplemente de metas concretas, sino de un anhelo más profundo, casi ontológico (filosófico, real): la búsqueda del ideal. Ese ideal que se confunde con la perfección, lo infalible, lo impoluto.
En el ámbito deportivo, esta tensión adquiere un rostro muy concreto. Los deportistas que desean llegar a la élite aspiran —de forma casi natural— a esa infalibilidad. Buscan la perfección en la ejecución, la máxima economía en cada gesto, la eliminación de cualquier error o desviación. Su empeño no es solo técnico o físico, sino también simbólico: alcanzar un estado de pureza en la acción, de absoluto control sobre su cuerpo, su mente y su entorno.
Sin embargo, ese mismo impulso puede volverse una trampa. En su búsqueda del ideal, muchos deportistas olvidan mirar atrás. No se detienen a valorar lo que ya han conseguido. No celebran los avances, ni reconocen el terreno conquistado. Esta ceguera hacia lo logrado no solo es injusta con ellos mismos, sino que puede desembocar en una sensación de insuficiencia profunda y desagradable. Y cuidado, porque es así como se abre el abismo: cuando el presente queda reducido a una sombra de lo que aún no somos.
Por eso, detenerse es una necesidad, no una debilidad. Parar, mirar alrededor, reconocer lo que ya es sólido, lo que antes fue imposible y hoy es rutina. Esa pausa es un acto de salud mental y de perspectiva. Solo así se puede evitar caer en ese agujero existencial que nos separa del anhelo futuro.
Esta tensión entre lo ideal y lo real también se expresa de forma diaria en las sesiones de entrenamiento. Cada repetición, cada tarea, se mueve en ese territorio ambiguo entre lo que imaginamos que deberíamos hacer y lo que realmente hacemos. Y aquí es donde entra un fenómeno curioso: hay deportistas que, aun realizando ejecuciones técnicas más que válidas, no consiguen aceptarlas como suficientes. No se permiten el descanso, no se conceden el “bien hecho”. Cuando los entrenadores les sugerimos que repitan una ejecución que ya es técnicamente correcta, ellos insisten en seguir buscando. Como si siempre faltara algo, como si lo perfecto estuviera un paso más allá. Como si parar y enfocarse en repetir lo que está bien fuera rendirse y abandonar ese ideal. Pero a menudo ese paso conduce, no al progreso, sino al agotamiento, al error, al bloqueo. Se estrellan contra un muro invisible que ellos mismos han construido con su autoexigencia.
Es importante recordar que la mejora no siempre consiste en hacer más, sino en aprender a hacer mejor. Y a veces, hacer mejor significa simplemente aceptar que ya es suficiente. Que repetir lo bueno consolida, que pulir sin obsesión fortalece. Que el ideal puede ser un faro, pero no debe convertirse en un verdugo.
El verdadero camino hacia la excelencia no es una carrera ciega hacia la perfección, sino un trayecto consciente, en el que se reconoce tanto lo que falta como lo que ya se tiene. Es en esa aceptación donde se encuentra la posibilidad de crecer con equilibrio, sin miedo y sin angustia.